Las Cien Mejores Poesías de la Lengua Castellana
Selección de Marcelino Menéndez y Pelayo
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Al Sueño

Francisco de Quevedo
(1580–1645)

¿CON qué culpa tan grave,
Sueño blando y süave,
Pude en largo destierro merecerte
Que se aparte de mí tu olvido manso?
Pues no te busco yo por ser descanso,
Sino por muda imagen de la muerte.
Cuidados veladores
Hacen inobedientes mis dos ojos
A la ley de las horas:
No han podido vencer a mis dolores
Las noches, ni dar paz a mis enojos.
Madrugan más en mí que en las auroras
Lágrimas a este llano;
Que amanece a mi mal siempre temprano;
Y tanto, que persuade la tristeza
A mis dos ojos, que nacieron antes
Para llorar que para ver. Tú, sueño,
De sosiego los tienes ignorantes,
De tal manera, que al morir el día
Con luz enferma vi que permitía
El sol que le mirasen en Poniente.

Con pies torpes al punto, ciega y fría,
Cayó de las estrellas blandamente
La noche, tras las pardas sombras mudas,
Que el sueño persuadieron a la gente.
Escondieron las galas a los prados
Y quedaron desnudas
Estas laderas y sus peñas solas:
Duermen ya entre sus montes recostados
Los mares y las olas.
Si con algún acento
Ofenden las orejas,
Es que entre sueños dan al cielo quejas
Del yerto lecho y duro acogimiento,
Que blandos hallan en los cerros duros.
Los arroyuelos puros
Se adormecen al son del llanto mío,
Y a su modo también se duerme el río.

Con sosiego agradable
Se dejan poseer de ti las flores;
Mudos están los males,
No hay cuidado que hable,
Faltan lenguas y voz a los dolores,
Y en todos los mortales
Yace la vida envuelta en alto olvido.
Tan sólo mi gemido
Pierde el respeto a tu silencio santo:
Yo tu quietud molesto con mi llanto,
Y te desacredito
El nombre de callado, con mi grito.
Dame, cortés mancebo, algún reposo:
No seas digno del nombre de avariento
En el más desdichado y firme amante
Que lo merece ser por dueño hermoso.

Débate alguna pausa mi tormento.
Gózante en las cabañas
Y debajo del cielo
Los ásperos villanos;
Hállate en el rigor de los pantanos
Y encuéntrate en las nieves en el hielo
El soldado valiente,
Y yo no puedo hallarte, aunque lo intente,
Entre mi pensamiento y mi deseo.
Ya, pues, con dolor creo
Que eres más riguroso que la tierra,
Más duro que la roza,
Pues te alcanza el soldado envuelto en guerra,
Y en ella mi alma por jamás te toca.
Mira que es gran rigor: dame siquiera
Lo que de ti desprecia tanto avaro,
Por el oró en que alegre considera,
Hasta que da la vuelta el tiempo claro;
Lo que había de dormir en blando lecho
Y da el enamorado a su señora,
Y a ti se te debía de derecho.

Dame lo que desprecia de ti ahora
Por robar el ladrón; lo que desecha
El que envidiosos celos tuvo y llora.
Quede en parte mi queja satisfecha:
Tócame con el cuento de tu vara;
Oirán siquiera el ruido de tus plumas
Mis desventuras sumas;
Que yo no quiero verte cara a cara,
Ni que hagas más caso
De mí, que hasta pasar por mí de paso;
O que a tú sombra negra por lo menos,
Si fueres a otra parte peregrino,
Se le haga camino
Por estos ojos de sosiego ajenos.
Quítame, blando sueño, este desvelo,
O de él alguna parte,
Y te prometo, mientras viere el cielo,
De desvelarme sólo en celebrarte.

 
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Biografía de Francisco de Quevedo y Villegas