Las Cien Mejores Poesías de la Lengua Castellana
Selección de Marcelino Menéndez y Pelayo
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Elegía a la Muerte de la Duquesa de Frías

Juan Nicasio Gallego
(1777–1852)

AL sonante bramido
Del piélago feroz que el viento ensaña
Lanzando atrás del Turia la corriente;
En medio al denegrido
Cerco de nubes que de Sirio empaña
Cual velo funeral la roja frente;
Cuando el cárabo oscuro
Ayes despide entre la breña inculta,
Y a tardo paso soñoliento Arturo
En el mar de occidente se sepulta;
A los mustios reflejos
Con que en las ondas alteradas tiembla
De moribunda luna el rayo frío,
Daré, del mundo y de los hombres lejos,
Libre rienda al dolor del pecho mío.

Sí, que al mortal a quien del hado el cerio
A infortunios sin término condena,
Sobre su cuello mísero cargando
De uno en otro eslabón larga cadena,
No en jardín halagüeño,
Ni al puro ambiente de apacible aurora
Soltar conviene el lastimero canto
Con que al cielo importuna.
Solitario arenal, sangrienta luna
Y embravecidas olas acompañen
Sus lamentos fatídicos. ¡Oh lira
Que escenas sólo de aflicción recuerdas;
Lira que ven mis ojos con espanto
Y a recorrer tus cuerdas
Mi ya trémula mano se resiste!
Ven, lira del dolor. ¡Piedad no existe!

¡No existe, y vivo yo! ¡No existe aquella
Gentil, discreta, incomparable amiga,
Cuya presencia sola
El tropel de mis penas disipaba!
¿Cuándo en tal hermosura alma tan bella
De la corte española
Más digno fue y espléndido ornamento?
¡Y aquel mágico acento
Enmudeció por siempre, que llenaba
De inefable dulzura el alma mía!
Y ¡qué! fortuna impía,
¿Ni su postrer adiós oír me dejas?
¿Ni de su esposo amado
Templar el llanto y las amargas quejas?
¿Ni el estéril consuelo
De acompañar hasta el sepulcro helado
Sus pálidos despojos?
¡Ay! Derramen sin duelo
Sangre mi corazón, llanto mis ojos.

¿Por qué, por qué a la tumba,
Insaciable de víctimas, tu amigo
Antes que tú no descendió, Señora?
¿Por qué al menos contigo
La memoria fatal no te llevaste
Que es un tormento irresistible ahora?
¿Qué mármol hay que pueda
En tan acerba angustia los aciagos
Recuerdos resistir del bien perdido?
Aun resuena en mi oído
El espantoso obús lanzando estragos,
Cuando mis ojos ávidos te vieron
Por la primera vez. Cien bombas fueron
A tu arribo marcial salva triunfante.
Con inmóvil semblante
Escucho amedrentado el son horrendo
De los globos mortíferos, en torno
Del leño frágil a tus pies cayendo,
Y el agua que a su empuje se encumbraba
Y hasta las altas grímpolas saltaba.

El dulce soplo de Favonio en tanto
Las velas hinche del bajel ligero,
Sin que salude con festivo canto
La suspirada costa el marinero.
Ardiendo de la patria en fuego santo,
Insensible al horror del bronce fiero,
Fijar te miro impávida y serena
La planta breve en la menuda arena.
—¡Salve, oh Deidad!—del gaditano muro
Grita la muchedumbre alborozada;
—¡Salve, oh Deidad!—de gozo enajenada
La ruidosa marina
Que a ti se agolpa y en bajel rodea;
Y al cielo sube el aclamar sonoro
Como al aplauso del celeste coro
Salió del mar la hermosa Citerea.

Absortas contemplaron
El fuego de tus ojos
Las bellas ninfas de la bella Gades;
Absortas te envidiaron
El pie donoso y la mejilla pura,
El vivo esmalte de tus labios rojos,
El albo seno y la gentil cintura.
Yo te miraba atónito: no empero
Sentí en el alma el pasador agudo
De bastarda pasión; que a dicha pudo
Del honor y deber la ley severa
Ser a mi pecho impenetrable escudo.
Mas ¿quién el homenaje
De afecto noble, de amistad sincera
Cual yo te tributó, cuando el tesoro
De tu divino ingenio descubría,
Que en cuerpo tan gallardo relucía
Como rico brillante en joya de oro?
¡Cuántas, ay, qué apacibles
Horas en dulces pláticas pasadas
Betis me viera de tu voz pendiente!
¡Cuántas en las calladas
Florestas de Aranjuez el eco blando
Detuvo el paso a la tranquila fuente;
Ya el primor ensalzando
Que al fragante clavel las hojas riza
Y la ancha cola del pavón fnatiza;
Ya la varia fortuna
Del cetro godo y del laurel romano;
O el poder sobrehumano
Que de un soplo derroca
Del alto solio al triunfador de Jena
Y con duras amarras le encadena,
Como al antiguo Encélado, a un roca.

Pero otro don magnífico, sublime,
Más alto que el ingenio y la hermosura,
Debiste al Criador, vivaz destello
De su lumbre inmortal, alma ternura.
¿Cuándo, cuándo al gemido
Negó del infeliz oro tu mano,
Ayes tu corazón? El escondido
Volcán que decoroso
Tu noble aspecto revelaba apenas,
Un infortunio, un rasgo generoso,
Un sacrificio heroico hervir hacía.
Entonces agitado
Tu rostro angelical resplandecía
Del más purpúreo rosicler cubierto:
Del seno revelado
La extraña conmoción, el entreabierto
Labio, las refulgentes
Ráfagas de tus ojos
Que entre los anchos párpados brillaban,
Las lágrimas ardientes
Que a tus negras pestañas asomaban,
El gesto, el ademán, los mal seguros
Acentos, la expresión... ¡Ah! Nunca, nunca
Tan insigne modelo
De estro feliz, de inspiración divina
Mostró Casandra en los dardanios muros
Ni en las lides olímpicas Corina.
Y sólo al santo fuego
De un pecho tan magnánimo pudiera
Deber tu amigo el aire que respira.
Sólo a tu blando ruego
La Amistad se vistiera
Máscara y formas del Amor su hermano.
¿Quién sino tú, señora,
Dejando inquieta la mullida pluma
Antes que el frío tálamo la Aurora,
Entrar osara en la mansión del crimen?
¿Quién sino tú del duro carcelero,
Menos al son del oro empedernido
Que al eco de los míseros que gimen,
Quisiera el ceño soportar? Perdona,
Cara Piedad, que mi indiscreta musa
Publique al mundo tan heroico ejemplo,
Y que mi gratitud cuelgue en el templo
De la santa Amistad digna corona.

En el mezquino lecho
De cárcel solitaria
Fiebre lenta y voraz me consumía,
Cuando, sordo a mis quejas,
Rayaba apenas en las altas rejas
El perezoso albor del nuevo día.
De planta cautelosa
Insólito rumor hiere mi oído;
Los vacilantes ojos
Clavo en la ruda puerta, estremecido
Del súbito crujir de sus cerrojos,
Y el repugnante gesto
Del fiero alcaide mi atención excita,
Que hacia mí sin cesar su mano agita
Con labio mudo y sonreír funesto.
Salto del lecho, y sígole azorado,
Cruzando los revueltos corredores
De aquella triste y lóbrega caverna
Hasta un breve recinto iluminado
De moribunda y fúnebre linterna.
Y a par que por oculto
Tránsito desparece
Como visión fantástica el cerbero,
De nuevo extraño bulto,
. Sombra confusa, que se acerca y crece,
La angustia dobla de mi horror primero.
Mas ¡cuál mi asombro fue cuando improvisa
A la pálida luz mi vista errante
Los bellos rasgos de Piedad divisa
Entre los pliegues del cendal flotante!
«¿Por qué, por qué benigna»,
Clamé bañado en llanto de alborozo,
«Osas pisar, Señora,
Esta morada indigna
Que tu respeto y tu virtud desdora?
¡Ah! si a la fuerza del inmenso gozo,
Del placer celestial que el alma oprime,
Hoy a tus plantas expirar consigo,
Mi fiebre, mi prisión, mi fin bendigo.

»A este oscuro aposento
No a que de pena o de placer expires
La voz de la amistad mis pasos guía,
Sino a esforzar tu desmayado aliento
Contra los golpes de la suerte impía.
Su cuello al susto y la congoja doble
El que del crimen en su pecho sienta
El punzante aguijón; que al alma noble
Do la inocencia plácida se anida,
Ni el peso de los grillos la atormenta,
Ni el son de los cerrojos la intimida.
Recobra, amigo caro,
La esperanza marchita.
Y el digno esfuerzo del varón constante.
Pronto será que el astro rutilante,
Que jamás estas bóvedas visita,
De la calumnia vil triunfar te vea:
Mi fausto anuncio tu consuelo sea.

»Serálo, sí; lo juro;
Y aunque ese llanto que tu rostro inunda
Vaticinio tan próspero desmiente,
No me hará de fortuna el torvo cerio
Fruncir las cejas ni arrugar la frente;
Que el dichoso mortal a quien risueño
Mira el destino...» ¡No acabé! A deshora
La aciaga voz del carcelero escucho,
Diciendo: «Es tarde; baste ya, Señora.»

«¡Adiós! ¡adiós! Del vulgo malicioso
Que al despuntar del sol sacude el sueño
Temo el labio mordaz. ¡Adiós te queda!»
«Aguarda» ... «¡Adiós!» ... Y en soledad sumido
Oigo ¡ay de mí! del caracol torcido
Barrer las gradas la crujiente seda.
¡Oh digno, oh generoso
Dechado de amistad! ¡Oh alegre día!
¿Y dónde estás, en dónde,
Ángel consolador, Duquesa amada,
Que no te mueve ya la angustia mía? ¡
Gran Dios, y ni responde
De su esposo infeliz al caro acento,
Aunque en la tumba helada
Lágrimas de dolor vierte a raudales!
¡Ni de su triste huérfana el lamento,
Con ambos brazos al sepulcro asida,
Ablanda sus entrañas maternales!
¡Oh dulces prendas de su amor! Al mármol
En vano importunáis. Hará el rocío
Del venidero Abril que al campo vuelva
La verde pompa que abrasó el estío;
Mas no esperéis que el túmulo sombrío
La devorada víctima devuelva,
Ni a sus profundos huecos
Otra respuesta oír que sordos ecos.
En él de bronce y oro,
Ínclito vate, estallarán cinceles
Vuestro heroico blasón, entretejiendo
Con palmas tus laureles.
¡Inútil afanar! La sien ceñida
De adelfa y mirto, pulsará tu mano
La dolorosa cítara, moviendo
El orbe todo a compasión... ¡En vano!
Resonarán con ellas
Mis gemidos simpáticos, y el coro
De cuantos cisnes tu infortunio inspira
Alzar podrá a su gloria
Noble trofeo en canto peregrino.
Mas ¡ay! ¿podrá su lira
Forzar las puertas del Edén divino
Y el diente ensangrentado
Del áspid arrancar en ti clavado?

A más alto poder, mísero amigo,
Los ojos torna y el clamor dirige
Que entre sollozos lúgubres exhalas.
Al Ser inmenso que los orbes rige,
En las rápidas alas
De ferviente oración remonta el vuelo.
Yo elevaré contigo
Mis tiernos votos, y al gemir de aquella,
Que en mis brazos creció, cándida niña,
Trasunto vivo de tu esposa bella,
Dará benigno el cielo
Paz a su madre, a tu aflicción consuelo.
Sí; que hasta el solio del Eterno llega
El ardiente suspiro
De quien con puro corazón le ruega,
Como en su templo santo el humo sube
Del balsámico incienso en vaga nube.

 
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Artículo Wikipedia de Juan Nicasio Gallego